jueves, 22 de noviembre de 2007

N A D A S O B R E E L A B I S M O

“Soy Esainlá, hijo de Tarm, de la tribu de los Uluris.


Durante aquella noche eterna, cuando los ojos de la mujer caída del cielo eran tan intrigantes y reveladores a la luz de las estrellas, encontré la entrada secreta al lago. La bruja dijo, una vez elegida la señal, deberás de buscar dos árboles contiguos, uno grabado con el símbolo del rayo, otro con el símbolo del sol. Encontrados estos, la entrada no estaría lejos, quizá entre ambos. El bosque y en él cada uno de sus árboles, dedicados a los dieciséis dioses, parecían observarme agitados por el viento. Recuerdo aquella noche como la más luminosa de mi vida, tal vez porque poco después me adentré en la gruta y en esa nueva oscuridad la emoción de la búsqueda resultó ser más embriagante.


La entrada se dibujaba en la roca formando un triángulo estrecho. Una vez dentro, se abría mientras descendía abrupta, pero accesible. Mi ahora nueva silenciosa acompañante me miraba, queriendo comprender cuando debíamos detenernos, tras habernos arrastrado juntos uno detrás del otro durante un trecho por la cavidad así horadada. Seguimos hasta que la luz del exterior ya no fue visible desde nuestra posición, pero pudimos incorporarnos. Froté entonces entre sí las puntas de dos flechas para hacer arder un tocón de madera impregnado en aceites. Luego utilicé éstas para mantener el fuego en alto, atándolas entre sí fuertemente, evitando así que la madera se moviera.


En el fuego cercano, su rostro brilló, en un reflejo parecido al brillo del alabastro. Su piel tenía el aspecto de la roca recién pulida, quizás por las pequeñas gotas de sudor que, como perlas, ahora aparecían en sus contornos. Así se convirtió en el misterioso ser alado que me acompañaba hasta las aguas prohibidas, descendiendo siempre, mientras nuestros descalzos y exánimes pies, chapoteaban en charcos negros, donde el lodo a veces era espeso y el camino quería no tener fin.


Le he contado las historias de mi pueblo. No soporto la penumbra en silencio. La roca parece estar tallada a nuestro paso, quizás por ser este el cauce de un antiguo afluente. No parece ser obra humana, aunque quizás sí de otra clase de cultura olvidada, la de los Escariases, los diminutos alados que brillaban como luciérnagas, según contó el primer niño guerrero cuando salió de las profundidades de la tierra. Ellos sabían donde estaba el lago, por eso era fácil suponer que cruzábamos por un acceso creado, esta vez, no por la mano del hombre, ni por el paso del tiempo o turbulentas y feroces aguas, sino por la presencia de fuerzas mágicas más antiguas que la propia naturaleza.




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