miércoles, 12 de diciembre de 2007

LAMIRADAINFINITA

…”Chocaron entre sí con gran estruendo, la ancha tierra bramó,

Y el elevado cielo hizo sonar sus trompas. Zeus lo oyó

Sentado en el Olimpo, y su corazón se echó a reír

De gozo, al ver a los dioses enfrentarse en una disputa.”

LA ILIADA. Canto XXI. Verso 337.Homero





PROLOGO

En el devenir de los tiempos el hombre siempre ha luchado y buscado consuelo en sus dioses. En ese tiempo lejano de gestas y glorias pasadas, los cielos y sus tierras estuvieron plagados de ellos, cuando los sacerdotes druidas de la “Iberia”, ejercieron como intermediarios de su poder ante los hombres, mediante conjuros y ofrendas.

Muchas tribus proclamaron como propio y único a uno solo. Ese fue Melkart. Aunque con diferentes nombres, sus dones y atributos fueron conocidos por igual y del mismo modo, incluso cuando grandes distancias separaron a los pueblos que lo adoraban. El comercio por mar influyó en esta elección y muchos fueron los que en sus barcos dibujaron su ojo “aquel que todo lo ve desde el cielo” en sus proas, símbolo de inequívoca protección contra los vientos adversos y las tormentas.

Hoy, mi rey, os narraré la historia, esa que habla de la conquista de la Iberia por la imparable Roma, cuando Cartago ya había caído y el poder fenicio se debilitaba en el mar conocido. Fue entonces cuando el Destino eligió también y buscó entre los últimos herederos de su culto, para reunirlos e impedir que los nuevos dioses del invasor destruyeran el culto a la divinidad en las fértiles tierras de los pueblos iberos, porque debéis saber, mi buen rey, que el hombre es aquello que cree y adora.

Durante todos estos años, al igual que el Dios, debí ocultar mi verdadero nombre, aquel que mis compañeros usaban para llamarme, pues yo fui uno de los tres druidas viajeros, el único de ellos que ha sobrevivido para relatar cuanto aconteció entonces.

Nuestra aventura transcurrió antes que muchas otras, a la par de otros hechos más importantes y relevantes que cambiarían para siempre el rumbo de los acontecimientos en la península, cuando, más tarde, todos los pueblos íberos fueron sometidos bajo los designios de aquel, que se proclamaría dueño y señor del mar también y de todas sus costas.

Éramos jóvenes entonces, víctimas de un fervor único y decidido. Por ello, nuestros corazones albergaron esperanzas de victoria frente a los ejércitos del invasor, cuando los pueblos lusitanos llegaron a ser acaudillados por el gran Viriato, de cuyo estandarte rojo como la sangre, sobresalía la cornamenta afilada y dura junto a suaves y blancas plumas, esas que volaron esparcidas por el viento una vez fue ejecutado invicto por sus propios amigos.

Meliassar es ahora mi nombre. Significa “el que no olvida” y por él deberéis llamarme.

Fui uno de los tres. El dios nos unió para encontrar una espada y las señales nos llevaron hasta el héroe. Sí, la encontramos. Era apenas un niño cuando apareció por primera vez ante nuestros ojos. Fuimos nosotros los que le forjamos como guerrero y he aquí su leyenda, labrada con los fuegos de su pueblo y con la sangre del enemigo, que invadió las tierras de nuestros ancestros, cuando los prados y montes eran propiedad exclusiva de los dioses y de la mirada de Melkart.

Cada druida poseía habilidades especiales y únicas. Tuvimos muchos nombres, aunque “los tres errantes” fue sin duda el nombre más apropiado, pero, por separado, siempre utilizamos ante los hombres los nombres que designaron a nuestros tres animales sagrados, en diferentes tierras y en diferentes tiempos: la serpiente, el lobo y el lince, el gran felino de la Iberia.

Serpiente, cuyo color era el negro. Tenía tatuado ese animal por todo su cuerpo. Sus armas predilectas eran los cuchillos de hoja ancha empuñadura de cuerno. Su voz era penetrante y conocía muchas canciones. Se sentía feliz en los márgenes de los ríos y junto al mar.

Lince, cuyo color ceremonial era el blanco. Era el druida más fornido de los tres. Tenía habilidad con los ungüentos y las artes curatorias. Su arma por excelencia era el arco y las armas arrojadizas.

Lobo, cuyo color era el gris. Pertenecía, a diferencia de los otros dos, a las tribus de los clanes del este. No tenía la facilidad para las canciones y los cuentos de la serpiente, ni la destreza en la oratoria del lince, pero era el druida que conocía más magia, el que hablaba más dialectos y escribía más lenguas. Fue el primero en darse cuenta de lo feroz que atacaba esa nueva Roma, vencedora de Cartago y que pronto arrasaría en el mar con su flota de barcos llevados por esclavos.

Fue el lobo quien encontró a los otros dos y les propuso la misión: encontrar al elegido, al hombre que alzaría el ojo perdido del dios y lo alzaría hacia los cielos para que Melkart volviera a estar con los hombres, dando por finalizado un ciclo humano y equilibrando la balanza, esa que inevitablemente se hubiera torcido en los últimos días peligrosamente para todos.

Uno de los tres errantes llegó a reinar en una pequeña isla, otro se embarcó enamorado de una navegante jordana de belleza sin par, el tercer acompañó al elegido hasta la misma ciudad de Roma en busca de su padre. Uno de ellos soy yo, aunque mis gestas particulares carecen de importancia, si no son apreciadas junto a las de mis otros dos amigos, cuando nuestra labor conjunta diera sus primeros frutos.





Estaba dentro de la cueva de Serpiente Silencio. Eso fue lo primero que pensó al abrir los ojos. Las paredes recubiertas con dibujos sobre fondos de vivos colores lo corroboraron. Esas pinturas evocaban la más antigua magia de la que el ser humano era capaz.

Ella apareció sigilosa a su espalda, del mismo modo en el que le había cogido desprevenido para dejarle inconsciente. Estaba atado a un ancho tronco encajado entre la tierra y el techo sinuoso. Sólo Utalami sabía como habría podido transportar la bruja aquel tronco hasta allí, para luego alzarlo y encajarlo como única columna visible dentro de la cueva. Al mirar los detalles iluminados por dos grandes antorchas, Tarm vio como el humo se elevaba y se unía en una sola y difusa línea hasta desaparecer por un agujero inaccesible. Si quería escapar, sería complicado encontrar la salida. El suelo estaba cubierto con alfombras de ramas entrelazadas, donde pequeñas estatuillas de hueso y bronce se levantaban.

- Hola, Tarn. – Dijo la bruja, mirando con sus ojos lobunos de cerca las facciones del guerrero que había caído en su trampa.- Parece que nuestro plan ha tenido éxito.

- ¿A qué te refieres?

- ¿No lo entiendes todavía? Buscabas a tu hijo y ahora aquí nos encontramos, lejos de las miradas de la tribu, en mis manos exclusivamente. He soñado siempre con este momento.

- El pueblo entenderá. He tenido que buscar a mi hijo en las cuevas sagradas sin el permiso de los dioses...

- Tonterías. Tarn. Nadie tiene porqué entender nada. Esa no es la cuestión ahora, sino saber hasta cuando te negarás la verdad a tí mismo para evitar la respuesta a la pregunta que bien conoces.

Un presentimiento le heló la sangre, cuando el aliento dentro de la boca de afilados dientes le reveló con su silencio todo aquello por lo que sería mejor olvidar antes de derrumbarse.

¿Dónde está Esainlá?

- No, Tarm. Esa no es la pregunta que en realidad quieres hacerme. La pregunta que te está corroyendo por dentro es; ¿Por qué ha muerto?

- No, debes estar mintiendo. Por favor, no puedes hablar en serio.

- Deja de balbucear y afronta tu destino. Mikram sabía que te opondrías a la guerra contra los Fulgrum, por eso planeamos hacer desaparecer a tu hijo en la pruebas de iniciación. Por eso estás aquí. Por eso ahora tu vida vale menos que una piedra.

Su hijo había muerto. A eso se resumía todo.